Crónica: Aventura Intercono

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Un accidentado y pintoresco tour al otro extremo de Lima


Diego sale de su casa en la mañana, no muy temprano, no muy tarde, lo suficiente para no ser aplastado y asfixiado por una manada de personas en nuestro precario transporte público. Consternado al punto de haber soñado con el viaje que le espera, ansioso por comprobar cuán cierto era lo que escuchó sobre aquel lugar y esperando haber recibido referencias exactas. Lleva pocas cosas: algo de dinero, su celular, una libreta, su carné universitario y el miedo a regresar sin ninguno de estos objetos.

Se dirige al paradero más cercano para llegar al primer punto “¿50 céntimos hasta el puente Benavides?”, pregunta. “Ya, ya, avanza al fondo” replica el poco presentable cobrador. Ha de pasar por la Pista Nueva, accidentado camino, que definitivamente de nueva le queda poco, creada hace 30 años aunque su estado haga pensar que tiene 100. Acorralado entre los demás pasajeros, ya siente los primeros rayos del sol.

Llega en búsqueda del famoso bus “El Chino”, es buena hora al parecer. Sube y encuentra un asiento cerca de la ventana para observar el camino, que ha de ser muy pintoresco. Tiene buena vista, pero, ¡sorpresa!, el sol apunta directamente hacia su rostro y el lugar quema como si hubiese fuego debajo de él. Se aguanta un grito, pero termina acostumbrándose y quizás resignándose de que ya no pueda cambiarse de lugar. A su lado, un tipo mata el aburrimiento jugando Tetris en su celular y se escucha detrás dos voces chillonas de chicas contándose los últimos chismes, recién salidos del horno. De fondo, vaya ironía, se escucha el estribillo que repite “estar en la universidad es una cosa de locos”, está bien, al menos no es el último hit de cumbia.

Se acerca el cobrador, que, por cierto, no sigue las tarifas pegadas por todos lados en el bus, sino que “calcula” lo que le parece la gente debería pagar hasta sus destinos. Como no sabe exactamente qué responderá ante el “¿a dónde va?”, prefiere sacar con velocidad de rayo su carné de medio pasaje y callar al cobrador antes que haga la pregunta. Paga su sol, “¿un sol, hasta el otro lado del mundo? Por fin sirves carné” piensa sin poder evitar sonreír. La sonrisa le dura poco tiempo pues se da cuenta que el calor parece volverse más insoportable en cada cuadra que avanza.


A esto se le suma el percatarse que en el boleto no figura el nombre de la empresa de transportes a la que debía subir, “no es posible”, empieza a preocuparse, le tomará unos cuantos minutos viendo la ruta y el reflejo del bus con sus destinos en otros carros que transitan a su lado, para darse cuenta que iba por buen camino. Además, escuchó al cobrador gritar con su “melodiosa” voz su destino: Puente Piedra. Olvida por un día la manía de jugar con los boletos hasta dejarlos en mil pedazos y guarda el que le acaban de dar, pues debe conservarlo.


En el bus se ve de todo: viejos leyendo periódicos chicha con sus infaltables malcriadas, desafinados cantantes, jóvenes con audífonos a todo volumen, risueños, apáticos, bellos durmientes y gente botando basura desde las ventanas. Más un coro de gente que golpea con lo que puede y grita al conductor “¡avanza pues!”. El entretenido jugador de tetris se quedó dormido, despierta alterado y corre para bajar, ha de haberse pasado de paradero. Y lo que faltaba, una tipa con su acaramelado novio son sus nuevos compañeros de viaje, que por cierto veían con curiosidad lo que iba anotando en su libreta, “chismosos, y deberían ir a un hotel” piensa él, sin poder decírselos en sus caras.


Los asientos de las zonas en las que se encuentra están vacíos, la gente prefiere ir parada antes que ser consumida por el sol, ha de ser él el único valiente o más bien masoquista. Ignora a un par de vendedores de bebidas heladas, cosa de la que se arrepentirá, mientras los rayos del sol empiecen a distorsionar las calles como si se evaporaran. Más aún cuando suban pasajeros con sus helados Artika o sus marcianos, sí, de “pura fruta”, y mientras un policía pareciese presumirle en la cara su agua mineral helada. Voltea la mirada, en las ventanas se puede ver a sí mismo y a su rostro lleno de sudor.



Entre tantas curvas y baches, se observa que cada pared es aprovechada al máximo, gran oportunidad de hacerse notar. “Toledo presidente”, “Viva el APRA”, “no al paro”, un símbolo nazi, mariachis, escarchados y románticos que anuncian en graffiti su amor incondicional son frases recurrentes, para todos los gustos. Así como contrastes: “Fujimori culpable” mientras en la siguiente cuadra se anuncia “Keiko presidenta”. Y claro, no podían faltar los coloridos avisos de los grupos de cumbia del momento.
Al parecer, ya está cerca. Las calles se transforman conforme se avanza: ya no hay Jockey Plaza, sino Megaplaza; no hay grandes edificios, ahora son calles enrejadas; las áreas verdes disminuyen, son reemplazadas por pampones con recuerdos de gente que murió en el camino; No hay lujosos autos, sino coloridas mototaxis. A eso se le suman montes de basura alrededor de personas que parece no importarles.


Pasa por un río marrón y un cerro de casas coloridas. Lo distrae el sonido de un par de monedas que caen al suelo y alguien corre a recogerlo, es un “datero”. Gente que recoge cachivaches, gritones, mañosos. Personas aplastadas en combis, transporte que solo debería dar servicio a niños. Se topa con un camino de árboles frondosos que dan segundos de sombra. El cielo, con nubes de algodón, contrasta con la descuidada ciudad.


Ya no soporta más y cambia de lugar, se acerca al cobrador, quien desconoce de la invención del desodorante, para preguntar si ya está aunque sea cerca. Está con el cabello mojado y la ropa empapada de sudor. El momento llegó, el cobrador le avisa que se ha llegado al destino, “baja, baja”.


Las calles muestran al comercio en su auge. Pero no puede pensar en nada más que saciar la sed. Entre vendedores que ofrecen chicharrones, ceviche de pota y menús mega económicos, encuentra a una señora que vende chicha morada “A 50, con yapa”, sea rica o fea no importa, cualquier líquido será bien recibido. A continuar con el viaje, se percibe un olor a desagüe y aumenta la sensación de estar en provincia.


Llega hasta un puesto de periódicos, donde la gente observa atentamente titulares que anuncian quiénes son los últimos “cachudos” de la farándula o inventan historias de vírgenes que lloran. Al lado un guachimán voltea descaradamente a ver los “encantos” de una joven. Caminando encuentra una casa que promete “liposucciones seguras” y curan el embarazo, o mejor dicho, regulan el atraso menstrual. Camina, camina y camina, al ritmo de la infaltable cumbia que suena a lo lejos.


Se empieza a preguntar dónde quedó la civilización. Vidrios rotos y tierra, mucha. Además de un perro muerto con el que se cruza. No quiere tener el mismo destino, toma un carro hacia algún lugar que parezca confiable. Una improvisada capilla, con alienado nombre “In god we trust” le da la bienvenida. Cerca, un Plaza Vea, que exhiben televisores de pantalla gigante, que poca gente de la zona podría costear. Más lleno se encuentra un mercadito cercano, donde alegres señoras ofrecen orgullosas sus artículos “Mike”, “Adedos” o “Puna”. Cerca se divisa una “Pollería-Chifa”, donde decide comer un menú de 5 soles.


Escoge otra ruta para volver. Aprendió la lección y se alejó del lugar donde da el sol. Adelante un parlante gigante ocupa un asiento privilegiado. El tráfico es lento, y mientras, sube gente estrafalaria, un tipo con lata de cerveza en mano, una viejita habladora a la que con resistencia le cedieron el asiento y unas gordas, hilarantes e irritantes a la vez, que lo aplastan con sus voluminosos cuerpos. De vez en cuando suben vendedores, camuflados como pasajeros comunes, que repiten el mismo discurso de siempre.


El viaje va llegando a su fin. Va de vuelta al lado del planeta al que pertenece. A pesar del ardor en los pies y el riesgo de padecer luego por lo ingerido, debería irse contento: ha ganado una colección de boletos, un bronceado impresionante, un tour por Lima y sobre todo una experiencia que contar.

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